Cuando una isla te recuerda quién eres
Hay lugares que te sacuden por dentro sin hacer ruido. Que no necesitan adornos porque lo que ofrecen es real. Así fue nuestra expedición a Tenerife: una isla que no solo nos recibió con paisajes de otro planeta, sino que nos abrazó con su energía, su contraste salvaje y su silencio reparador.
Puede que Tenerife no sea lo primero que te venga a la cabeza cuando piensas en una expedición, pero después de vivir esta experiencia, muchas de nosotras cambiamos completamente esa idea. No hizo falta cruzar medio mundo para sentirnos fuera de la rutina, desafiadas, conectadas con la naturaleza… y entre nosotras.
Desde el primer día supimos que esta no iba a ser una escapada más. Había algo distinto en el grupo, en la energía que se formó incluso antes de empezar a caminar. Un viaje que parecía sencillo sobre el papel, pero que acabó siendo todo lo contrario: intenso, inesperado y muy humano.
Tenerife nos recibió con su mezcla única de mar y montaña, de verde intenso y paisajes volcánicos. Empezamos por el norte de la isla, caminando entre bosques húmedos en Anaga, donde el terreno te obliga a ir atenta, a frenar el ritmo automático y estar presente. Cada día tenía su propio ritmo: rutas con vistas impresionantes, senderos que exigían algo más al cuerpo, cambios de clima que ponían a prueba la mochila… pero también momentos de descanso, charlas largas y silencios compartidos.
El día que subimos al Teide fue uno de los más potentes. No solo por el esfuerzo físico, que fue considerable, sino porque nos enfrentamos al reto con todo lo que eso implica: miedo, cansancio, emoción. Algunas hicimos cima, otras no, pero eso fue lo de menos. Lo importante fue el ambiente: nadie quedó atrás, nadie se sintió sola. Subimos como grupo, bajamos como grupo.
Y es que Tenerife tiene eso. No solo es espectacular a nivel natural. Es real, cambiante, llena de contrastes. Y te obliga a adaptarte, a mirar con otros ojos, a valorar lo esencial.
Lo que no se ve en las fotos
Más allá de las rutas y los paisajes, lo que marcó este viaje fueron las conversaciones que surgieron sin forzar, los cuidados pequeños del día a día, las risas mientras buscábamos señal o preparábamos algo de comida, las miradas cómplices después de una jornada dura.
No éramos un grupo que ya se conocía. Pero en cuestión de horas, empezamos a funcionar como una pequeña tribu. Compartimos historias personales, dudas, certezas, aprendizajes… sin que nadie tuviera que demostrar nada. Cada una venía con su mochila —literal y figurada— y se encontró con un espacio seguro para ser como es. Sin más.
Y ahí está lo bonito: en que no se trató de desconectar para salir del estrés, sino de parar para reconectar entre nosotras. Con el cuerpo, con la naturaleza y también con esas partes de una misma que en el día a día quedan al fondo del cajón.
Cuando volvimos, muchas coincidimos en lo mismo: el viaje no cambió nuestras vidas como por arte de magia, pero sí nos recordó lo que necesitábamos. A veces es tan simple como eso. Salir de tu zona conocida, caminar con otras mujeres que también están buscando algo más, respirar aire limpio, dormir cansada pero en paz.
Esta expedición fue eso. Real, cercana, con momentos duros y otros muy divertidos. Sin pretensiones, pero con mucha intención.
¿Y si tú también necesitas esto?
No tienes que ser experta en montaña, ni tenerlo todo claro. Solo necesitas ganas de moverte, de salir del automático, de conocer a otras mujeres con las que compartir algo distinto.
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